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Los movimientos del cuerpo que realizamos mientras interactuamos con los demás nunca son neutros, basta con poner un poco de atención en los manoteos, las posturas corporales, las gesticulaciones faciales o la agitación de los pies de las personas con las que sostenemos una conversación o se encuentran conversando con otras personas para darnos cuenta de ello. Incluso podemos mirar a una persona que no conversa para reconocer que aún en el silencio, su espera o su pensar, está corporeizada. Resaltar el papel del cuerpo en las interacciones humanas y brindar elementos para su análisis, es la pretensión de este breve texto. También es la pretensión de esta discusión ofrecer diversos modos de pensar la relación entre el cuerpo y la cultura.
1. Encuentros corporales intencionales y accidentales
En muchas sociedades, incluida la nuestra, para acceder al cuerpo del otro, para tocarlo, hay que seguir ciertas “normas” destinadas para el tacto. En nuestra sociedad existen ciertas reglas que debemos seguir para acceder al cuerpo del otro. Las formas de tocar y ser tocado han ido cambiando a lo largo del tiempo. Por ejemplo: alrededor del siglo XII, los que curaban trasgrediendo los límites del cuerpo no gozaban de gran estima. Los barberos por su parte, rivales de los cirujanos, tenían que saber usar el peine y la navaja de afeitar para no herir a sus clientes (Le Breton: 1990, 38).
Al interactuar con personas conocidas y con desconocidas, utilizamos nuestro cuerpo. En un día cualquiera, sostenemos sucesivos contactos corporales con otros y con nosotros mismos, que van desde apretones de mano, golpecitos en la espalda, en los hombros o en la cabeza, besos en las mejillas, en la boca y abrazos. Pero así como sostenemos encuentros corporales intencionales con otras personas, también sostenemos encuentros corporales accidentales. Nuestras piernas, hombros y brazos se rozan cuando nos sentamos al lado de un desconocido en el transporte público, en un cine o en un auditorio. A veces, también chocamos con desconocidos cuando simplemente caminamos por la calle o los pasillos de la universidad.
Las riñas, por su parte, que son una extraña mezcla de los encuentros corporales accidentales e intencionales, a veces requieren del contacto corporal, de los golpes. Cuando las discusiones no pueden resolverse por medio de las palabras, a veces llegan hasta los golpes. Los políticos sobre todo, lo saben bien. Sin embargo, existen luchas corporales más sutiles y silenciosas entre las personas que quieren apoderarse de los brazos de las butacas que ocupan mientras miran una película, una obra de teatro o disfrutan de un concierto. Los brazos de las butacas son a veces un lugar simbólico de lucha sigilosa para ampliar el territorio personal (Le Breton: 1998, 91).
Nuestros cuerpos aceptan o rechazan personas a través de su transfiguración. Recibir a alguien con los brazos abiertos, más que señal de agrado, es una manera de invitarlo a compartir nuestro cuerpo con el suyo. Es una invitación al contacto corporal que el otro puede rechazar o corresponder.
Así como sostenemos encuentros corporales con otras personas, también mantenemos contactos corporales con nosotros mismos. De igual manera, sostenemos encuentros corporales intencionales y accidentales. Cuando nos golpeamos accidentalmente alguna parte de nuestro cuerpo, tendemos a sobar la parte afectada como una manera de ahuyentar el dolor. Cuando el picor nos invade, tendemos a rascarnos. Frotamos nuestras manos o pies cuando hace frío. Tocamos intencionalmente nuestro cuerpo con determinados fines y objetivos. Pero también a veces nos golpeamos sin querer. ¿Quién no se ha pegado accidentalmente para después sobarse intencionalmente?
Nos acariciamos los brazos o nos encogemos en hombros para dar un toque más dramático a determinadas situaciones por las que atravesamos. En síntesis, no sólo nos relacionamos con los cuerpos de los demás sino también con el propio. Para quitar un cabello o una pestaña que se han desprendido de su lugar, debo hacer una solicitud para que el otro me permita acercarme y en todo caso tocarlo. El acceso al cuerpo del otro se encuentra reglamentado. Los enamorados juntan sus bocas antes o después de declararse su amor. Hablan para besarse o se besan para después hablar del rumbo de su relación. Pero mientras se besan, hablan con sus cuerpos. El beso en la boca está tan incorporado en muchas culturas que hasta los sacerdotes permiten al novio besar a la novia una vez que ambos han dado el sí en la iglesia. Una vez que los enamorados han llegado a ciertos acuerdos, implícitos o explícitos, es entonces que pueden toquetearse. Tomarse de la mano, abrazarse, besarse e incluso tocar ciertas partes del cuerpo que tiempo atrás estaban prohibidas al tacto.
2 Geografía corporal: asco y contacto
Si existen partes del cuerpo del otro que podemos tocar sin mucho problema, pero hay otras que se consideran más íntimas y se encuentran mucho más restringidas al tacto, esto quiere decir que el cuerpo tiene su propia geografía. Hagamos una revisión al respecto.
Los senos, los genitales y las nalgas pueden considerarse partes más íntimas que los cachetes, las manos o la boca e incluso las piernas. Algunas partes del cuerpo se exhiben sin mayor recato ni pudor, mientras otras se ocultan a la vista de los demás y se muestran sólo en ocasiones especiales.
Refiriéndonos a la geografía del cuerpo, podríamos dividir a los orificios corporales en dos grupos: el primero es el que se encuentra formado por los genitales, el ano y la boca. El segundo es aquel donde se ubican los órganos claves de los sentidos, como lo ojos, los oídos y la nariz (Miller: 1997, 135).
El asco tiene una función importante para el contacto corporal ya que de alguna manera regula los acercamientos. Para besar a alguien hay que superar el asco de la saliva o el aliento del otro. Al besar no es posible pensar en el sarro de los dientes de la otra persona o en sus encías sangrantes. Tampoco es posible pensar en los residuos de comida que pueda tener entre los dientes o si vomitó hace unos minutos. De otra forma no sería posible besar a esas personas de las que nos enamoramos o simplemente nos gustan.
El amor se encuentra ligado a la suspensión de las reglas del asco. Hacer el sexo oral requiere de la superación del asco. En el momento del sexo oral se tiene que olvidar que la otra persona orina, defeca o menstrúa por los orificios que se están estimulando con la boca y la lengua. El sexo también se encuentra ligado a las reglas del asco, pero de otra forma que el amor. Mientras el amor implica la suspensión de las reglas del asco, pero no de todas, el sexo se recrea en el asco (Op. Cit. 198-200). El amor no conduce obligatoriamente al sexo ni el sexo al amor, pero ambos se encuentran ligados a las reglas del asco. El asco es un punto clave para el contacto corporal. Podemos besar a alguien en la mejilla sin mayor problema, siempre y cuando su cara no esté llena de sudor, lágrimas o mucosidad. Infinidad de parejas saben que en lo íntimo, las reglas del asco se relajan y que se pueden tolerar comportamientos que en público no podrían aceptarse como sorber las narices llenas de mocos, expulsar gases por el ano debajo de las sábanas, sacar cerilla de los oídos, etc. La relajación de las reglas del asco ocurre en privado y el amor por la otra persona puede contribuir a la suspensión de las mismas.
Para ser tocada, una persona debe permitir, de algún modo, que la toquen. Para tocar a otra persona se debe contar con cierto tipo de aprobación. Ambas acciones implican una trasgresión de las barreras del asco. Tocar un cuerpo desnudo puede resultar bastante atractivo siempre y cuando no esté muerto. Acariciar a un desconocido y acariciar a una persona conocida tienen connotaciones sociales distintas. Las caricias son signos táctiles que permiten la comunicación entre nosotros. Son algo más que la simple estimulación de los corpúsculos de Meisner y los discos de Merkel. Son un vínculo social entre las personas y también un “gesto”, digamos cultural. Se ha entrecomillado la palabra gesto porque las caricias no son sólo simbólicas sino materialmente simbólicas. Los gestos ocupan un lugar sobresaliente en el uso social que hacemos del cuerpo. Son propiamente sus dimensiones expresivas.
2.1 Gestos
Gestos hay, digamos, de muchos tipos. Por un lado encontramos los gestos que prescinden del contacto corporal. Gestos “emblemáticos” (aquellos se emparientan con la precisión de un mensaje oral como el índice sobre la boca para significar silencio, por ejemplo); gestos “descriptivos” (aquellos que acompañan un discurso, rematan su sentido sin agregarle complementos, comentan la palabra, rematan una acción, como los movimientos de brazos y manos cuando contamos algo que nos sucedió en la vida o durante el día, por ejemplo); gestos “rítmicos” (aquellas decenas de movimientos de las manos, brazos y hombros, de mímicas y posturas que acompañan el discurso y que escanden el enunciado con su cadencia sin agregar nada al sentido, pero que dan vida a la palabra, como bailar ligeramente cuando relatamos que el día anterior estuvimos bailando); gestos “deícticos” (aquellos que designan a una persona, un objeto, un nivel, una dirección o una propiedad, como señalar con el índice o los ojos que enfrente de nosotros está pasando alguien a quien buscamos); gestos “simbólicos” (aquellos que superan el marcos estricto de la interacción, aunque a veces se mezclan con ella, y remiten a otro orden de significación, enraizado en una ritualidad especialmente religiosa como persignarse o juntar las manos extendidas mientras se reza); gestos “expresivos” (aquellos que traducen la afectividad del sujeto mientras escucha o habla como arquear las cejas o fruncir el ceño mientras contamos o escuchamos un relato); gestos de “acomodamiento” (aquellos que procuran suscitar una mayor comodidad como escuchar mejor, ver mejor, sentarse sin molestias, cambiar de posición o de postura); “mataseñales” (aquellos gestos que se apartan de los otros para dar la significación real de una conducta como mirar con cara de enfado a una persona en específico en un espacio público para poner de manifiesto a los demás transeúntes que ellos no son los aludidos).
Pero por otro lado, encontramos gestos que no pueden prescindir del contacto corporal, como los gestos de “regulación”, aquellos que dibujan la dimensión fáctica de la interacción, que contribuyen a mantener el contacto entre los interlocutores, que fortalecen su asiduidad en el intercambio, que transmiten los signos de un conocimiento mutuo (Arcan: 1998, 54-62).
Ayudar a una anciana a cruzar la calle sin tomarla del brazo, sería como no ayudarla. Y esto podemos entenderlo porque compartimos culturalmente un orden expresivo más o menos común a todos. Los gestos que no pueden prescindir del contacto son extremadamente variados: sacudir el hombro del otro como manifestación del gusto que nos da verlo, tocar con la yema de los dedos ligeramente la espalda del otro para cederle el paso, abrazar a alguien cuando se le felicita por un logro o simplemente porque es el día de su cumpleaños, etc.
Existe un conjunto de gestos que no puede prescindir del contacto corporal y cuyo sostén es el tacto. Sabemos que existen contactos visuales, auditivos u olfativos, pero al no requerir del contacto corporal se encuentran en otro orden de la interacción social porque se producen a la distancia. Los gestos de contacto corporal necesitan de la cercanía y de la proximidad y de todas las formas sociales que las regulan.
Para acercarnos o aproximarnos al otro requerimos de formas de regulación. En una fila del banco las personas mantienen ciertas distancias interpersonales y si alguien se atreve a transgredir dicha distancia puede ser sancionado con una mirada, un reclamo o alguna otra forma de manifestación del malestar ante dicho comportamiento. No sucede lo mismo en un concierto en donde las personas se apretujan entre ellas ni tampoco en un vagón del metro repleto de gente. Todo parece indicar que mientras sea posible, guardar las distancias interpersonales, es importante. Los acercamientos corporales se han instituido como un derecho propio y del otro.
La proximidad, la cercanía y el contacto, se promueven por un lado y se evitan por otro. Se promueven en esas fases tempranas de la socialización cuando se les insiste a los niños saludar a sus familiares y a los amigos de sus padres aunque no quieran. Se inhiben cuando a esos mismos niños se les inculca que nadie tiene derecho a tocar su cuerpo sin su consentimiento. Es decir, se aprende a tocar al otro y a dejar que el otro nos toque bajo ciertas condiciones y en ciertas circunstancias solamente.
Aprender a tocar y dejar que nos toquen es tan importante como aprender a hablar y escuchar. Son dos procesos que no están separados ni se excluyen mutuamente, son fundamentales en la socialización. El cuerpo atraviesa también por procesos de socialización. Somos parte de una cultura táctil.
3 Dormir juntos, dormir separados
Es difícil precisar el momento en que la cultura táctil nació. Pero podemos decir que la representación de la “ternura” animal y la de los primeros acoplamientos humanos fue casi simultánea (Dibie: 1987, 17). Me refiero a esas representaciones en las grutas en donde el hombre aparece detrás de la mujer echada hacia delante.
Dormir juntos implica cercanía y proximidad, contactos voluntarios e involuntarios de los cuerpos que comparten un espacio materialmente simbólico en la intimidad. A mediados del milenio IV, las escenas más intimistas dan paso a la actitud natural de la posición llamada “de galga” documentada desde el milenio XI (Op. Cit. 17). El despertar de la ternura está asociado a la génesis de la cultura táctil y viceversa.
Dormir abrazados, hoy en día, es un símbolo de ternura aunque no el único. En algún tiempo, dormir en habitaciones separadas daba más categoría a las personas (Op. Cit. 38), que dormir en compañía de otros. Dormir separados fue una costumbre bastante difundida en las clases aristocráticas mientras que dormir en compañía de otros era una costumbre de las personas más humildes.
El “hacinamiento”, en nuestros días, se asocia al número “excesivo” de personas que comparten una habitación o una vivienda. Las camas, hoy en día, son de varios tamaños: individuales, matrimoniales o “king size” (traducido literalmente: tamaño rey). Pero también son de varios tipos como las literas o los sillones – cama. Una cultura con tendencias individualistas y hedonistas como la nuestra parece poner en claro una exigencia bastante aceptada y difundida: dormir solos como un valor de la individualidad y un aspecto importante en el proceso de definición de la identidad personal.
Se puede compartir el dormitorio y la cama, pero los imperativos culturales parecen apuntar hacia la definición de prácticas individualizadas hasta en el acto de dormir. El hacinamiento se liga entonces a la imposibilidad de que cada miembro de la familia cuente con una cama propia y deba compartirla con alguien o con algunos más. Como es bastante típico que cuando uno llega al mundo, llega solo, entonces las camas conocidas como cunas, están diseñadas para alojar a una persona. No deberán compartirse a menos que sea necesario. A la cuna se le destina un lugar en la casa. Se puede decidir que el bebé duerma en la habitación de los padres o en otra parte, pero la cuna delimita un espacio individualizado que le pertenece al bebé aún sin saberlo. Carece tanto de ese conocimiento que las cunas deben llevar límites materiales como los barandales, que impidan su libre tránsito y le señalen dónde termina y dónde comienza el espacio que ha sido destinado para él. Las cunas, de entrada, favorecen la cultura individual. Enseñan a millones de personas a dormir solos. Es una práctica difundida en muchas clases sociales.
En las clases sociales más desfavorecidas económicamente, dichas prácticas se modifican ya que no todos tienen el poder adquisitivo para hacerse de una cuna o de un espacio habitacional cuya distribución de los dormitorios no produzca hacinamiento. La distribución de los espacios en una casa es importante para delimitar no sólo la individualidad de las personas que comparten un espacio doméstico sino también para delimitar la intimidad espacial de dichas personas. Contar con un espacio individualizado para dormir ha cobrado bastante relevancia hoy en día. Dormir juntos o dormir separados se han configurado como ritos contemporáneos de la intimidad. Aún estando en la cárcel, se preserva el derecho a dormir solo aunque la celda se comparta con alguien. Se puede entender que se puede compartir el dormitorio, pero la cama sólo se comparte bajo ciertas situaciones. La cama se puede compartir por necesidad, pero también de manera intencional o por acuerdos previos. Y aún cuando la cama se comparte con alguien, cada uno escoge un lado de la cama. Es raro dormir encima del otro.
Bien visto, el matrimonio puede ser entendido como el ritual previo que anuncia a la sociedad que esas dos personas que contraen nupcias, compartirán el lecho. Durante mucho tiempo, el matrimonio fue el preámbulo necesario para poder compartir una cama. Aunque las cosas, afortunadamente, hayan cambiado hoy en día, las personas que contraen matrimonio suelen terminar en la cama en su noche de bodas. La cama, además de servir para dormir, también sirve para otras cosas como hacer el amor, rezar o ver la televisión. Su utilización se ha diversificado. Es común que las parejas que tienen una pelea, demuestren su enojo durmiendo en otro lado que no sea la cama que generalmente comparten. Dormir separados después de una disputa simboliza el distanciamiento entre dos personas o la pérdida de cercanía y afecto en una relación amorosa. Dormir juntos o dormir separados, sea intencionalmente o por necesidad, es un símbolo cultural.
En efecto, dormir es una técnica (Op. Cit. 140), es un proceso de socialización básica. Aprendemos a dormir de diferentes maneras en la cama: boca arriba, boca abajo, de un costado o de otro, vestidos o desnudos, tapados o destapados, con la cabeza sobre, debajo de la almohada o sin ella, etc. Dormir juntos requiere del acoplamiento y la coordinación. La cama se domestica en la intimidad. La cama y el descanso están asociados. Pero la cama y el sexo también. De lo contrario la sugerencia de “ir a la cama” cuando no se quiere dormir en realidad, perdería sentido.
Cama y sexo están asociados ya que para cualquiera de nosotros es fácil entender que, bajo ciertas condiciones, decir que alguien se “acostó”, “durmió” o “pasó la noche” con determinada persona, es sinónimo de que tuvieron relaciones sexuales. Dormir o acostarse con alguien, en ocasiones, es sinónimo de tener relaciones sexuales con ese alguien. Dormir juntos es un rito de intimidad, una marca de afecto que se tiene por el otro con quien se comparte el lecho.
4 Acercamientos lícitos e ilícitos
Hemos visto ya que el tacto y el contacto entre las personas y sus cuerpos se encuentran regulados de alguna manera y que la proximidad y cercanía de alguna manera denotan rituales de intimidad o señalizan el tipo de relación que existe entre las personas. Pasemos al caso de las caricias.
Existen caricias que pueden darse sin mayor problema en público, pero existen otras que están destinadas a la intimidad y que requieren del aislamiento, que necesitan escapar a la mirada de los demás para no causar incomodidad o malestar tanto en los que miran como en los que reciben dichas caricias.
Es común mirar a una pareja de enamorados en el cine mientras se toman de la mano o uno recarga su cabeza sobre el hombro del otro. También es común mirar a los enamorados mientras se besan, pero si el contacto físico llega al toqueteo abigarrado puede producir incomodidad entre las demás personas que se encuentran a su alrededor. Esto sucede porque los contactos físicos entre las personas se mueven entre lo lícito y lo ilícito.
Los contactos físicos, en nuestras sociedades, están claramente orientados hacia la evitación (Le Breton: 1998, 76). Se pueden tocar libremente ciertas partes del cuerpo de otras personas sin producir incomodidad, pero la geografía corporal restringe el libre acceso a otras partes del propio cuerpo o del cuerpo del otro. Así como el acercamiento a la cara sólo es lícito en circunstancias muy precisas (OP. Cit. p. 76), los contactos corporales también lo son en situaciones muy específicas.
El contacto con los genitales exige del común acuerdo, de otra forma dicho contacto puede ser considerado como violencia sexual. Sin embargo existen contactos corporales accidentales que escapan a la sanción por su naturaleza. Los contactos físicos que carecen de una intención escapan a las sanciones morales, sociales e incluso jurídicas. Los genitales, los glúteos, los senos e incluso las piernas, sólo pueden tocarse bajo determinadas circunstancias. La existencia de lazos afectivos o sociales entre las personas, les permite acceder al cuerpo del otro. Una madre puede besar a sus hijos en la boca como una muestra de afecto, pero sería sancionada fácilmente si lo besa de la misma forma en que besa a su pareja cuando hacen el amor.
El establecimiento de un vínculo social y afectivo entre las personas, tarde o temprano, otorga el acceso al cuerpo del otro. Así como existen besos pasionales que más o menos están reservados al ámbito privado, existen caricias que se destinan a la intimidad y que si ocurren en público podrían considerarse ilícitas. Aunque se puede prescindir de las caricias y los besos en la realización del acto sexual, resultan fundamentales como parte del preámbulo que alimenta el deseo y la pasión entre las personas. Podría considerarse incluso que la realización del acto sexual sin besos ni caricias carece de amor. El sexo sin compromiso afectivo no es algo que goce de reconocimiento social. Es catalogado de libertinaje o prostitución. Sin embargo, el sexo sin compromisos afectivos es parte de la autonomía erótica y sexual (Ventura: 2000, 12-13). Un bello ejemplo de que el sexo y la procreación no tienen por qué ir de la mano.
Así como podemos afirmar que sólo en el amor el beso carece de medida, porque su único límite es la ternura (Le Breton: 1998, 84), las caricias también son desmedidas sólo en el amor. Pero las caricias amorosas son diferentes de las eróticas o seductoras. Tienen diferentes fines. Las caricias eróticas que sirven como preámbulo al acto sexual son como el sabor anticipado de la sexualidad venidera. Las caricias amorosas o románticas desembocan en la ternura y son una muestra de ella misma.
El roce, por ejemplo, está desprovisto de cariño. La caricia no. Rozar con cariño, en realidad es acariciar. Entre el roce y la caricia existe una diferencia fundamental: el cariño. Mientras el cariño es un sentimiento, la caricia es el cariño que encarna, es decir, que cobra cuerpo, que se materializa. Pigmalión, el célebre escultor de la mitología romana que odiaba a las mujeres y que decidió no casarse nunca, esculpió una estatua de la que se enamoró. Como la estatua no podía responder a sus caricias, a su cariño encarnado, suplicó a Venus, diosa del amor, que le enviara a una mujer parecida a su estatua. Venus le concedió a Galatea quien correspondió su amor y le dio un hijo llamado Pafos.
En diversos órdenes culturales, las caricias forman parte esencial de la convivencia humana. El amor necesita tanto de las caricias como estas de aquel. Las caricias necesitan de la correspondencia. Las caricias, los mimos, los arrumacos, etc., pueden aceptarse o rechazarse, sancionarse o permitirse, pero cuando son correspondidos, establecen otro orden de igualdad entre las personas que va más allá de la igualdad social o política. Sitúan a las personas en una suerte de igualdad afectiva, de correspondencia amorosa. Son símbolos del cariño que se tiene hacia alguien. Las caricias son como pedazos de amor materializados. Son el bello ejemplo de que el amor ha cobrado cuerpo. No obstante, en exceso pueden llevar al hastío, al asco.
El deseo que muere por su mismo exceso indica que el asco mantiene una relación ineludible con la satisfacción del deseo, tanto si este se admite abiertamente como si se niega (Miller: 1997, 163). El asco del exceso se produce por el abuso. Las caricias, en un sentido metafórico, podrían bien conducir al cielo o al infierno. Rimbaud decía:
Debería dárseme un infierno para la cólera, un infierno para el orgullo, —y el infierno de la caricia; un concierto de infiernos
5. La importancia del contacto corporal
Las caricias pueden conducir al cielo o al infierno en el sentido de que la falta de contacto corporal es determinante para la supervivencia. La reactividad inmunológica y las caricias parecen estar ligadas: la estimulación cutánea desempeña un papel importante en la vida de muchas clases de mamíferos y es fundamental para la supervivencia de algunos.
Según los testimonios de la granja de Cornele Behavoir Fan, la mayoría de los corderos recién nacidos que no son lamidos por su madre durante una hora después de nacer no saben mantenerse de pie y terminan por morir (Porres: 1993, 96). El marasmo (ese decaimiento somático y funcional del organismo provocado por una grave deficiencia de proteínas y calorías), está causado por un “abandono prematuro” del pecho de la madre como fuente de alimento. Los procesos bioquímicos del cuerpo, al no contar con suficientes proteínas, el principal material estructural del cuerpo, se ven alterados por la falta de sustancias para realizar la síntesis de anticuerpos y enzimas. La carencia de proteínas impide el crecimiento y aumenta considerablemente el riesgo de contraer infecciones. Cuando la carencia de proteínas y calorías es grave, el resultado es el marasmo o la desnutrición.
Durante la segunda década del siglo XIX, después de que los índices de mortalidad en hospitales pediátricos era a veces del cien por ciento en niños menores de 1 año, varios hospitales comenzaron a introducir un régimen de contacto corporal con los niños recién nacidos. En muchos hospitales de Estados Unidos, se establecieron reglas que indicaban que cada niño debía ser alzado y llevado maternalmente en brazos varias veces al día. Se descubrió que los niños necesitan algo más que la satisfacción de sus necesidades físicas para sobrevivir y contar con algún progreso a nivel físico y psíquico (Op. Cit. 98).
El británico y premio Nobel de fisiología, Charles Scott Sherrington (1857-1952), estableció la existencia de tres grupos de órganos sensoriales: los exteroceptores, como los ojos; los interoceptores, como las papilas gustativas; y los propioceptores que, según él, se encuentran “en las profundidades del organismo”.
La propiocepción es, digamos, la habilidad o la posibilidad que tenemos de sentir el cuerpo como “nuestro”, como “propio”. Sin este sentido “oculto”, sin este “sexto sentido”, nuestro cuerpo podría ser considerado como una casa deshabitada. Como una estructura de carne y huesos donde no vive nadie. O donde ese alguien vive en otra parte. Los propioceptores, que están en el interior de los tejidos de los músculos, tendones y articulaciones, son muy importantes pues informan sobre sensaciones como el peso, la posición del cuerpo y el juego de algunas articulaciones. Si se altera la “propiocepción” se altera el movimiento y el equilibrio del cuerpo. Pero una alteración más profunda de la propiocepción da como resultado no sentir el cuerpo. Es como estar “descarnado”. El sentido del cuerpo lo componen tres cosas: la visión, los órganos del equilibrio (el sistema vestibular) y la porpiocepción Normalmente operan los tres juntos. Si uno falla, los otros pueden suplirlo hasta cierto punto. (Sacks: 1970, 75). Estar “descarnado” es el equivalente a quedar inerte como una muñeca de trapo y perder la capacidad de permanecer sentado erguido.
Los ataques de asma, los eccemas infantiles durante el primer año de vida, las comezones e irritaciones, la compulsión a rascarse aún cuando no hay comezón, representan con frecuencia una reacción de una demanda dirigida hacia alguien para ser tocado con más frecuencia (Porres: 1993, 99). La falta de contacto corporal produce un conjunto de somatizaciones muy específicas que pueden ser leídas o interpretadas como un deseo de ternura y una forma de llamar la atención sobre sí mismo. La falta de contacto corporal es una suerte de abandono social que puede manifestarse en la piel o como un ataque en contra de la piel, del envoltorio del cuerpo. Las dermatosis provocadas y/o mantenidas por el rascamiento invierten los placeres de piel en excitación dolorosa, insoluble en una descarga satisfactoria y tanto más penosa cuanto que no tiene fin. Existe una correspondencia entre la profundidad del daño del yo y del daño de la epidermis (Anzieu: 1995, 56).
Incluso la promiscuidad se encuentra ligada, de cierto modo, a la necesidad de contacto físico. En ciertos casos la actividad sexual no es más que el precio que se tiene que pagar por ser acariciado y abrazado (Porres: 1993, 106). Comportamientos que podrían dar la impresión de ser hipersexuales, no son más que hiposexuales, ya que su actividad no deriva de la tensión o excitación sexual, sino de la necesidad de excitación cutánea (Op. Cit. 106).
6. La hipersexualización del cuerpo humano
La sexualidad humana, hasta el día de hoy, aún no puede prescindir del cuerpo. Somos seres hiper sexuados (Morin: 1994, 161), ya que nuestra sexualidad no está temporalizada como en el caso de los otros seres vivientes. Nuestra sexualidad no se localiza exclusivamente en nuestros genitales sino que se encuentra expandida sobre todo nuestro ser y su único fin no es la reproducción. El cerebro ha pasado a ser un órgano sexual.
Lo cual nos habla de que existen diferencias cualitativas fundamentales entre sexuado y sexual. Lo primero se puede entender como aquello que posee sexo y lo segundo como una referencia simple al sexo. Nuestra condición de seres sexuados no nos lleva a la de seres sexuales ya que sería como suponer que lo que nos hace hombres o mujeres es la simple posesión de pene o vagina. Lo sexual se mira como un artilugio, es decir, como un equipamiento con el cual venimos dotados ya en el momento del nacimiento y que, por ende, utilizamos. La sexualidad sería la actividad que se desprende de la utilización de este equipo brindado por la naturaleza. Sin embargo sabemos que la sexualidad no es solamente la introducción del pene en la vagina o el libre tránsito que le otorga la vagina al pene.
Aunque sabemos que la sexualidad humana no se encuentra sometida a una temporalidad específica como en el caso de los otros seres vivientes, sabemos perfectamente que el ejercicio de la sexualidad sin fines reproductivos tiene sus costos en diferentes ámbitos: sociales, psicológicos, sanitarios e incluso morales. Gracias a nuestra condición hiper sexuada muchas cosas se vuelven sexuales, pero en realidad es nuestro interés en definirnos como sexualmente naturales lo que hace posible reconocer un carácter sexual en diferentes dominios. Explicamos la sexualidad con los dominios de la sexualidad misma, lo que nos lleva a un proceso de hiper sexualización de lo social.
Somos los hiper y súper mamíferos (Morin: 1994, 161), en el sentido literal del término en tanto que la simbiosis con la madre resulta fundamental para nuestro desarrollo. La importancia de la interacción madre - hijo durante la lactancia es un aspecto importante para el desarrollo de afectos como la ternura, la simpatía, la sentimentalidad y los amores de nuestras vidas adultas.
De alguna forma se conectan mecánicamente el calor mamario y determinadas emociones, como si chupar leche de las mamas fuera determinante para ser simpático o no en un futuro. Se tiende un puente entre estos dos sucesos y se da por supuesta la universalidad de la conservación, transferencia y transformación de este conjunto de sentimientos de fraternidad, como si no variasen en cada cultura e incluso con el paso del tiempo, es decir a través de cada periodo histórico. ¿En realidad hemos desarrollado una suerte de inteligencia afectiva? ¿En realidad hemos sido capaces de desarrollar cualidades de memoria afectiva que viajan en nuestra genética o nuestro aprendizaje social que nos hacen diferentes de otros seres vivos? A estas alturas parece que sería una locura negarlo.
Es cierto que las relaciones afectivas entre los seres humanos se han complejizado de manera paulatina, pero ello no garantiza nuestra superioridad. No hay que olvidar que lo que nos hace iguales también nos hace diferentes: las fraternidades también nos llevan al establecimiento de las rivalidades. Las madres no quieren por igual a sus hijos. Nuestra condición humana así lo permite, pero la madre que admitiera tal situación podría ser condenada no sólo por sus propios hijos sino por la sociedad entera. La igualdad, incluso en términos afectivos, resulta ser una utopía. Hasta en las relaciones fraternales existen relaciones de subordinación y de dominación. Es decir, una suerte de selectividad que opera de manera simbólica y real que permite diferenciarnos y diferenciar nuestras relaciones afectivas, que no nos hace tratar a todos por igual y que no seamos tratados de igual manera por todos.
La marcha vertical tuvo el efecto erótico, quizá negativo, de ocultar la vulva a la mirada frontal (Gubern: 2000, 167), y determinadas partes del cuerpo, paulatinamente, se convirtieron en centros de atracción para la mirada. Con el paso del tiempo el cuerpo fue ganando adeptos eróticos. Llamativos para la mirada. La coquetería es uno de esos adeptos eróticos de los que echa mano el cuerpo para seducir. Podemos distinguir tres variantes de ella: la aduladora, esa que dice: tú podrías conquistarme, pero yo no me dejo; la despreciativa que dice: tú podrías conquistarme, pero tú no eres capaz de hacerlo; y la provocativa, la más perversa de todas, que dice: quizá puedas conquistarme o quizá no, inténtalo (Simmel: 1919, 92). La coquetería es algo de lo que echamos mano para llamar la atención. Gracias a la coquetería se acentúa ese juego sutil entre el ofrecimiento y la negativa de entregarse. La marcha vertical tuvo que estilizarse, tuvo que erotizarse. Hipersexualizarse.
Es cierto, el movimiento oscilante de las caderas, el contoneo, de alguna manera destaca a la vista algunas de las partes sexualmente más atractivas del cuerpo simulando la aceptación y el rechazo. El ocultamiento de ciertas partes del cuerpo fue tan decisivo en la evolución de la humanidad como el ocultamiento de las prácticas sexuales. Las prácticas sexuales comenzaron a ocurrir de noche, fuera de los dominios visuales de los otros, en atmósferas ocultas que tuvieron que irse construyendo y ambientando. Apagar las luces en el momento del acto sexual es una forma de evocar a la noche, una manera de quedar fuera del alcance de la vista de los demás.
La sexualidad necesita del juego, es decir del coqueteo, del toqueteo e incluso de la verbalización (Barthes: 1984, 95). Requiere de los protocolos de cortesía y de un conjunto de técnicas sexuales tanto para seducir como para ser seducido. Con ello vino una nueva concepción del tiempo erótico que no responde exclusivamente a una suerte de calendario reproductivo. Somos los hiper sexuados por excelencia en tanto que hemos liberado las prácticas sexuales de uno de sus elementos centrales, la reproducción. No somos los hiper sexuados de novela rosa porque hemos expandido nuestra sexualidad por todo nuestro ser sino más allá. Las prácticas heterosexuales, por ejemplo, han entrado en competencia con las relaciones homosexuales, bisexuales o trisexuales, lo cual implica una transgresión, un cuestionamiento a la moral impositiva e implacable de las sociedades.
El sexo vulgar se busca en la pornografía o la prostitución. El sexo elegante y con sentimientos se busca en lo delicado que se describe como: hacer el amor. Coger y hacer el amor son dos cosas distintas o al menos así nos han enseñado. Lo primero hace del contrato social un pacto de simulación que debe ser correspondido con una creencia enigmática (Baudrillard: 1989, 154), requiere de la ficción en la entrega simulada del otro. Correspondida sólo en apariencia. Lo segundo ratifica o corrobora el contrato social asumido por las partes. Funda la sociedad que tiempo atrás se había inaugurado con la palabra, con el beso o con la mirada. La palabra se defiende con el cuerpo.
7. Medicina y contacto corporal
Hasta el momento hemos visto cómo el tacto y el contacto corporal resultan ser vitales tanto para la sobrevivencia como para la regulación de las relaciones humanas. También hemos visto cómo las dimensiones expresivas del cuerpo han adquirido un papel fundamental en la sexualidad. Pero el cuerpo tradicionalmente ha sido algo con lo que ha trabajado la medicina. Y no siempre la manipulación – trasgresión del cuerpo, gozó de alta estima. Es decir, las intervenciones quirúrgicas no siempre gozaron de la aceptación que gozan actualmente.
Históricamente existió una fuerte oposición a las sangrías y las intervenciones quirúrgicas. En la Roma del siglo III a.c., los médicos que utilizaban el bisturí y el cauterio con cierta frecuencia no gozaban de popularidad y por lo regular eran objeto de desprestigio. Los médicos que gozaban de cierta popularidad y aceptación entre las personas eran aquellos que evitaban los purgantes, hacían coincidir sus dietas con los gustos de los pacientes, recomendaban reposo, y música y vino para la fiebre. Sin embargo también recomendaban a sus pacientes: masajes.
Las versiones hipocráticas de la medicina, por lo regular incorporaban los masajes como un tratamiento complementario a enfermedades como el letargo, las jaquecas, el asma y la neumonía, sólo por mencionar algunas. Aparte de que la medicina era considerada como un arte, el arte de curar (cura viene del latín y significa cuidado), la cura con las manos era considerada una parte importante de la medicina. En la mayoría de las sociedades africanas, la enfermedad es considerada como una suerte de desgracia que involucra a la familia, un núcleo esencial en la salud de sus miembros. Los sanadores utilizan masajes para lograr la curación. La expulsión de espíritus malignos, la sanación del espíritu, se logra, de acuerdo con algunas cosmovisiones, con los masajes. El dolor, esa sensación que se desprende del padecimiento físico, se ahuyenta y se alivia, en nuestras sociedades occidentales, con pequeños masajes en las partes afectadas.
Al dolor se le ahuyenta con señales de amor y ternura, con caricias. Si uno se golpea, se soba. Sobarse es una reacción cultural bastante conocida por todos nosotros. Después de los golpes, vienen las caricias o los cuidados para sanar las consecuencias materiales de los golpes. Después de todo golpearse o lastimarse no resulta ser tan malo como podría pensarse ya que es una forma de acceder al contacto corporal y al cuidado que nos puede brindar el otro. Es una forma de acceder a la atención del otro y, sobre todo, al contacto con sus manos o su cuerpo. Los abrazos, las caricias y en general el contacto entre las personas tienen algo de curativo aunque sea invisible.
7.1 Masajes terapéuticos y eróticos
Si partimos del hecho de que el cuerpo, el sexo y la sexualidad se constituyen discursivamente, podemos afirmar que existe un trazo discursivo que aleja a los masajes terapéuticos de los eróticos y que aparece en forma de repudio o profesionalización de la actividad del masaje. Como vimos anteriormente, mientras los masajes son considerados como un aspecto complementario al cuidado del cuerpo o parte integral del mantenimiento de la salud, los masajes no son considerados como algo asociado al sexo sino como algo asociado al bienestar o la salud.
Podríamos preguntarnos: ¿Cuándo pierden el carácter de terapéutico? ¿Cuándo un masaje deja de ser terapéutico para convertirse en erótico? La respuesta a tales cuestionamientos no es sencilla. Y no es sencilla porque no es fácil trazar, a estas alturas de la discusión, una clara línea divisoria entre lo terapéutico y lo erótico. Todos aquellos “profesionales del cuerpo” lo deben saber muy bien.
En lo terapéutico, el tacto entre el masajista y el paciente, es un vínculo autorizado. Uno toca y el otro es tocado. Se establecen derechos y obligaciones. Uno tiene derecho a tocar y otro a ser tocado. Buena parte de la práctica médica requiere del tacto para poder llevarse a cabo. Sin embargo, sabemos que a pesar de que los médicos hagan un juramento ético para ejercer su profesión, existen irregularidades en la práctica médica que trasgreden dicho juramento. Muchas mujeres lo saben bien.
La práctica ginecológica requiere, a menudo, del tacto. Requiere también de una autorización para acceder a una de las partes más íntimas del cuerpo. Y aunque se trate de una práctica “profesional”, nada garantiza que el especialista, el desconocido autorizado, se sobrepase en el momento del tacto. No debe ser una sino muchas mujeres las que hayan percibido que el ginecólogo las haya tocado “de más”. ¿Cómo comprobar que un ginecólogo se ha sobrepasado en el momento en que revisa a una paciente? ¿Cómo corroborar que sus intenciones no son más que profesionales? Es una tarea sumamente difícil. No obstante este ejemplo sirve para ejemplificar que bajo el argumento profesional se puede abusar del tacto y del contacto. Y que no podemos conocer totalmente las intenciones del profesional ni de todas las personas que nos tocan ni tampoco nuestras intenciones de las personas que tocamos.
Bajo la imagen profesionalizada de la práctica de los masajes la mancha del sexo se puede erradicar. Una manera de volver lícito el trabajo con el cuerpo es profesionalizarlo. ¿Cómo? Inscribiéndolo en un ámbito discursivo tecnificado. Los dispositivos discursivos permiten a las masajistas terapéuticas reinscribir su práctica en lo lícito, erradicando la mancha del sexo de su quehacer, desplegando todo un ámbito discursivo plagado de argumentos que liberan la permisividad del contacto y hacen del trabajo con el cuerpo una actividad profesionalizada (Oerton & Phoenix: 2001, 387-412).
Erradicar la mancha del sexo en el contacto corporal es necesario para volver lícitos determinados acercamientos. Para que dos personas puedan abrazarse libremente, tienen que erradicar el aspecto sexual de sus toqueteos. Tienen que darle una presentación socialmente aceptable a los ojos de los demás y de ellas mismas. Dichos toqueteos tienen que inscribirse en el ámbito de los contactos lícitos. Para acceder al cuerpo del otro existe pues una adhesión implícita a los protocolos que marcan las prácticas sociales del contacto.
Dichos protocolos marcan una geografía corporal y establecen los momentos en que es lícito tocar ciertas partes del cuerpo que en determinadas circunstancias sería ilícito hacerlo. En la práctica médica occidental, para tocar los genitales de los pacientes, se apela al cuidado y el bienestar. La práctica profesional tiene que alejar el carácter sexual de dicha actividad, de otra forma se convierte en algo ilícito.
A últimas fechas, quizá de manera más pronunciada desde la década de los 80 (Reddy: 2000), la práctica médica occidental ha incorporado métodos alternativos de cura como los masajes a pacientes con VIH. No obstante se ha visto que existe una suerte de predisposición, llamémosle mental, de los pacientes, que coadyuva en la recepción de dichos tratamientos (London, et. Al. : 2000). No todos los pacientes autorizan que se les brinden masajes como tratamiento alternativo. Esto quiere decir que para recibir masajes existe cierta predisposición psíquica, las posiciones escépticas en relación a métodos alternativos de curación resulta ser decisiva para que el tratamiento pueda aplicarse. No todos creemos en la curación a través de los masajes. No todos confiamos en que a través de un masaje podamos curarnos, pero hay quienes así lo creen. Y esto sucede porque no todos estamos inscritos en un mismo ámbito discursivo.
Cuando uno va con el médico porque tiene una afección o un padecimiento, otorga cierta confianza al profesional de la salud. No espera que el médico lo envenene con una pastilla o una inyección. Pero tiene que creer, digamos ciegamente, en él. El médico puede prescindir de explicarnos para qué nos receta ciertas pastillas. Lo mismo sucede con el profesional de la salud que se vale del contacto corporal para curar. Sin la inserción en el ámbito discursivo del profesional, la eficacia de los métodos de curación puede fallar. El retorno a la práctica de los masajes como método alternativo de cuidado y de curación puede explicarse en parte por la desacreditación de las prácticas médicas occidentales de determinados sectores de la población, sobre todo de las clases medias quienes están habilitadas para consumir, cultural, ideológica y, sobre todo, económicamente, dichas prácticas alternativas.
El acercamiento hacia determinadas prácticas alternativas de curación representa, en el último de los casos, una salida paradigmática radical a la práctica médica occidental (LaPointe: 2000). Podríamos afirmar que se trata de una actitud de rechazo cultural y social a la práctica médica occidental y a sus métodos de curación. El hecho de que la medicina homeopática compita con la medicina alópata es un ejemplo de que a pesar de una larga tradición histórica, las prácticas médicas occidentales no gozan de absoluta credibilidad. En los últimos 20 años, la utilización de métodos médicos no convencionales se ha incrementado drásticamente (Livingston: 1998), entre ellos se encuentran la acupuntura y la terapia de masajes. No obstante parece cobrar sentido que los masajes se hayan incorporado en la práctica médica occidental como tratamiento alternativo cuando no se encuentra el origen exacto del padecimiento.
En algunas culturas como la Azteca, cuando no se podía dar con el origen exacto del padecimiento, a los enfermos se les daban masajes. Debemos recordar que una de las tareas del “médico brujo” no sólo era erradicar el padecimiento de la persona que lo consultaba sino también tenía la tarea de identificar al dios que había enviado tal padecimiento y detectar el motivo de su disgusto.
En algunas culturas orientales, la tradición de los masajes es bastante añeja. La concepción de la geografía corporal resulta un tanto atractiva pues las tradiciones chinas, japonesas, hindúes y tibetanas coinciden en afirmar la existencia de puntos de energía, mejor conocidos como Chakras (se presume que en China, las prácticas para alcanzar la conciencia de la energía vital datan del año 3,000 a.c.). De acuerdo con la perspectiva hindú existen 7 chakras principales que atraviesan el cuerpo y van desde la parte situada entre el ano y los testículos (en el hombre) y el perineo (en la mujer), hasta el parietal. De acuerdo con esta tradición estos puntos de energía se encuentran conectados entre sí y su alineación es muy importante para la curación.
En China, entre los siglos V y III a.c., presumiblemente, se desarrolló el primer manual de masajes terapéuticos. Aunque inicialmente los masajes eran utilizados por los chinos con la finalidad de lograr la relajación y el placer, posteriormente se fueron incorporando en el ámbito terapéutico a tal grado de que en pleno siglo XX pasaron a ser parte del currículum universitario. En Japón, no fue sino hasta el siglo VIII en que los masajes pasaron a ser parte de los métodos curativos en su tradición médica. Resulta interesante comentar que en Japón algunas técnicas de masajes sólo eran practicadas por invidentes quienes eran las únicas personas autorizadas para darlos.
Entre el siglo XIX y XX la práctica de masajes se fue popularizando y aproximadamente después de la segunda década del siglo XX se diferenciaron de los masajes de sauna e manera oficial gracias a la conformación de una asociación de masajistas terapéuticos. Después de la segunda guerra mundial muchas prácticas tradicionales japonesas fueron prohibidas por las políticas norteamericanas, entre ellas los masajes aunque gracias a la petición de Hellen Keller, quien abogó por los invidentes desempleados, se logró conservar la práctica de los masajes hasta popularizarse en los Estados Unidos y Europa. Al igual que en China, en Japón existen institutos dedicados a la enseñanza profesional de los masajes terapéuticos.
Como la moral cristiana siempre ha mostrado un rechazo abierto a la carne y al cuerpo, gracias a la sangrienta expansión del cristianismo y su imposición poco cuestionada en el mundo occidental, en plena Edad Media, las prácticas de los masajes fueron desapareciendo cada vez más de la vida pública. Fue entonces que comenzaron a restringirse a los ámbitos privados. De ser una práctica cotidiana pasaron a ser prácticas, digamos, extraordinarias. De ser un aspecto importante de la vida pública, los masajes pasaron a ser cosa de unos cuantos. De ser algo abierto y público, entraron en el ámbito de lo clandestino y oscuro. Gracias a la expansión del cristianismo y las imposiciones morales y restrictivas que trajo consigo, los masajes fueron considerados algo estrictamente erótico y no terapéutico ya que la concepción médica cristiana se alejaba mucho del contacto con el cuerpo. Como el pecado está en la carne y sus debilidades, para los cristianos, se entiende que muchas prácticas médicas como los masajes que requerían del contacto corporal fueran prohibidas. Gracias a la imposición ideológica cristiana, los masajes fueron asociados a lo erótico y de alguna manera el cristianismo influyó para que se asociaran a la prostitución.
De alguna forma, la conquista de Asia, en donde se seguían practicando los masajes, implicó que los masajes también fueran vistos como algo exótico y como algo no propio del mundo de occidente cuando en realidad, como lo mencionamos anteriormente, tanto en Roma como en Grecia la práctica de los masajes era algo cotidiano. Sin saberlo, como siempre, el cristianismo se olvidó de la historia. Tiene mala memoria.
Aunque la amante de Luis XV, Jeanne Antoinette Poisson, hizo encarcelar a muchas personas que cuestionaron su cómoda posición en el palacio de Versalles, también fue la que promovió el baño en una época en la que los métodos de higiene y cuidado del cuerpo eran, digámoslo así, muy superficiales. Debemos recordar que a finales del siglo XVIII, algunas crónicas describían a Versalles como un lugar nauseabundo cuyos patios y corredores estaban repletos de orina y materias fecales (Le Breton: 1998, 95). Digamos que el baño era poco socorrido en la época y que los masajes eran algo que se daba de manera muy rara y esporádica. La belleza corporal, mal vista durante la Edad Media, comenzó a mirarse de otra forma durante el Renacimiento.
En el siglo XVI, el cirujano oficial del ejército francés, Ambroise Paré, precursor de la osteopatía y la quiropraxia, escribió sobre los beneficios del masaje colaborando así al rescate de viejas prácticas terapéuticas. No existe consenso al respecto de cuándo y dónde nació la fisioterapia, lo cierto es que durante el siglo XIX se consolidó como una práctica médica aceptada en Europa y los Estados Unidos. Las epidemias de polio y los estragos de la segunda guerra mundial ayudaron a que este método se popularizara aún más pues se utilizó con personas afectadas por la poliomielitis y heridos de guerra. La reflexología, por su parte, surgió a finales del siglo XIX y principios del siglo XX. Parte de la idea de que todo tipo de enfermedades se pueden tratar a través de las plantas de los pies, su técnica consiste en dar masajes en las zonas alejadas de los órganos afectados o las zonas afectadas. Se consideran a los pies como un reflejo del cuerpo. No obstante queda una pregunta interesante: ¿Cuál es la diferencia entre un masajista terapéutico y un fetichista? ¿Hasta dónde el masajista de pies puede considerarse un fetichista de pie? De alguna manera el fetiche puede ser considerado como el sustituto del falo de la mujer. El pie o el zapato –o una parte de ellos- deben su preferencia como fetiches a la circunstancia de que la curiosidad del varoncito fisgoneó los genitales femeninos desde abajo, desde las piernas; pieles y terciopelo fijan la visión del vello pubiano, a la que habría debido seguir la ansiada visión del miembro femenino; las prendas interiores, que tan a menudo se escogen como fetiche, detienen el momento del desvestido, el último en que todavía se pudo considerar fálica a la mujer (Freud: 1927, 150).
El fetichista venera al fetiche. ¿Qué tan lejos está un masajista terapéutico de un fetichista? Yo me atrevería a decir que no existe mucha distancia de por medio entre uno y otro. Para practicar la reflexología hay que venerar, de una u otra forma, a los pies. Pero a los pies se les ha venerado desde muchos siglos atrás. En China, los pies puntiagudos y diminutos constituían un atributo de la belleza. Los pies se consideraban como la parte más íntima de su cuerpo. En Occidente, por el contrario, los pies no son considerados partes tan íntimas del cuerpo como los genitales, el ano, los glúteos o los senos. En Occidente la intimidad y la genitalidad guardan una relación sumamente estrecha.
En China, los pies llegaron a ser símbolo de la feminidad por excelencia y el centro más irresistible de la atracción sexual. No sabemos qué tan informado estaba Freud de dicha situación, pero seguramente estas diferencias culturales no se incorporaron en su teoría. Tocar los pies de las mujeres, en China, era parte del ritual preliminar que conducía a la relación sexual. Como parte del “cortejo”, los hombres solían tirar algunos objetos al suelo (como palillos o pañuelos), para así poder tocar los pies de la dama a la cual estaban rondando. Acto seguido, los hombres tocaban los pies de la mujer. Si ella no se enojaba, entonces esto era prueba de que se podía proceder al contacto físico (van Gulik en Paquet: 1997, 111-112).
Conclusiones
De la cabeza a los pies, existe una geografía corporal que establece distinciones entre las partes del cuerpo. Geografía corporal que es socialmente constituida y construida. Geografía que cambia cuando cambia la cultura. Cuando cambia la cultura, cambia el cuerpo. Las dimensiones expresivas del cuerpo en una y otra cultura no son las mismas. No sentimos ni actuamos nuestras emociones de la misma forma en una y otra cultura, así como tampoco expresamos nuestras emociones de la misma forma cuando somos niños, adultos o ancianos. Aprendemos a utilizar socialmente el cuerpo y a regular el orden expresivo de nuestras emociones. El cuerpo no es el pariente pobre del habla sino que el significado de lo que decimos depende en gran medida del cuerpo. El cuerpo es un sistema simbólico, igualmente que el lenguaje, pero como se dijo anteriormente: no es un lenguaje. Lo cual quiere decir que no podemos pensar ni discutir al cuerpo como si “hablara”. Idea tan generalizada en huestes de psicólogos, sociólogos y antropólogos que bien podría llevar a discusiones más profundas sobre su análisis. La simbólica corporal no es un elemento subalterno del habla. Esto es un error epistemológico en donde hay, más que teorización y una reflexión profunda sobre el cuerpo, un juicio de valor. Denominar “comportamiento no verbal” el enraizamiento físico de la palabra pronunciada, es tan cómodo como designar a la noche como un “no día” o hablar de “comunicación no verbal” tiene tanto sentido como hablar de fisiología no cardiaca (Le Breton: 1998, 39).
En efecto, no existe una gramática universal del cuerpo así como no existe una gramática universal del lenguaje. Las dimensiones expresivas del cuerpo no pueden entenderse fuera de la situación, el contexto y la cultura a la que pertenecen. El entendimiento de las dimensiones expresivas del cuerpo requiere de un análisis más profundo y menos vulgar. No siempre que cruzamos los brazos estamos rechazando el punto de vista de nuestros interlocutores o no siempre que ponemos nuestras espaldas rectas estamos a la defensiva. Digo esto porque quienes pretenden analizar las dimensiones expresivas del cuerpo de manera vulgar, muchas veces dan por sentado que la interpretación de estas dimensiones expresivas responde a un carácter universal de descodificación. Y no es así.
La falsa creencia de que una dimensión expresiva del cuerpo está directamente ligada a una dimensión expresiva de las emociones, por ejemplo, conduce regularmente a interpretaciones erróneas. Cosa que les sucede con mucha frecuencia a muchos profesionales de las ciencias sociales. Esto se da porque muchos profesionales conciben al cuerpo como un lenguaje y suponen que “habla”. Pero en realidad ni es un lenguaje ni habla todo el tiempo. Las dimensiones expresivas del cuerpo son un sistema simbólico, pero no podemos entenderlo de la misma forma en que entendemos las palabras que salen de nuestras bocas. Lo cual habla de que existe una torcedura epistemológica que por mera tradición ha conducido a concebir al cuerpo como una forma de hablar.
Pero es difícil desprenderse de ideas que han arraigado fuertemente en el sentido común. Es difícil desprenderse de la idea de que el cuerpo siempre está comunicando algo porque simplemente pensamos que “habla”. Porque las dimensiones expresivas del cuerpo se han confundido epistemológicamente con una forma de habla. Pero la idea de que el cuerpo siempre comunica algo está tan profundamente arraigada en la cultura que simplemente la damos por sentada. Requerimos de una concepción diferente del cuerpo que no lo conciba como un elemento decorativo del habla o como aquello cuyos movimientos son susceptibles de ser interpretados como meros signos de la comunicación. La palabra siempre toma cuerpo. El cuerpo no siempre toma palabra.
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